GABRIEL ZAID
CURRICULUM VITAE
Se encuentran dos amigas en la calle.
El niño, de la mano, mientras hablan, se distrae
deletreando los rótulos, hasta que la otra se da
cuenta:
– Pero ¿sabe leer?
– Por lo visto– dice mi madre.
Había una señora que tenía la casa
llena de novelas, y que las alquilaba con mucho ministerio:
sondeando al lector, platicándoselas un poco, tomando
en cuenta lo que ya había leído. Mas de una
vez acompañé a mi madre. No sé si por
tratarse de mí, o porque esas novelas prefería,
en una tosferina me leyó El infierno verde de Gonzalo
de Reparaz. Se me grabaron las pirañas, y las maravillosas
vacaciones. Había que alejarme de otros niños,
ponerme en cuarentena, darme leche de burra. Todo lo cual
era más fácil yéndonos a una huerta
donde mi madre, para distraerse y distraerme, leía
en voz alta, con algunos silencios en pasajes inconvenientes.
Era el paraíso: haber raptado a mi madre, y andar
de exploradores en las selvas amazónicas.
Mi padre perdió la vista y casi todo mientras maduraban
sus cataratas. Quizá por eso, él, que nunca
me gritaba, me gritó. Hubo un apagón. Había
luna. Me salí a leer, con el libro muy cerca de los
ojos. ¡Te vas a quedar ciego, como yo! –me dijo
para prevenirme. Pero yo lo escuché como una maldición.
A veces siento que estoy viendo cuando no hay que ver, que
cometo algo horrible contra el cielo, que voy a perder la
vista.
Estoy leyendo y a mi madre se le ofrece no sé qué:
–Hijo, tú que no estás haciendo nada...
No sé cómo descubrí una biblioteca
pública en el palacio municipal. No tenía
muchos libros, ni mucha concurrencia, pero nadie me interrumpía
y, desde la primera visita, me llegó el olor a tinta
de imprenta, a papel embodegado, que todavía recuerdo.
Aquel olor tenue, recatado, acentuaba el silencio, que no
era silencio, porque las puertas daban a una calle céntrica
y a la plaza principal; pero que yo sentía como silencio,
porque estaba ahí, entre libros, sumergido en aquel
viaje, aquel incienso. Leí fascinado el Tesoro de
la juventud y otros libros llevados por el azar, como el
itinerario del autor dramático de Rodolfo Usigli.
En primaria había escrito un juguete teatral, que
se puso en clase. En preparatoria, escribiría después
un sainete en verso que llegó al Teatro Rex.
Estoy leyendo un libro de texto, el de geometría.
Me hace cosquillas no sé qué en el corazón:
la elegancia, el suspenso, los episodios de la argumentación,
la música de la consecuencia, el tantán maravilloso
del Quod erat demonstrandum. Me siento emocionado, agradecido.
Me mareaba en los pasillos, entre los anaqueles cargados
de libros de la biblioteca del Instituto Tecnológico
de Monterrey, a cuyo interior tenía acceso, gracias
a una concesión muy especial, que me permitía
explorarla horas y horas, y marearme. Así descubrí
un librito que llegué a saberme de memoria y hasta
quise poner en ecuaciones: La Fábula de Equis y Zeda.
¿Por qué me mareaba? Según el oculista,
la miopía era tan leve que podía usar o no
usar lentes. Años después, pensé que
era el mareo de una ambición: leer todos los libros.
Desde que empecé a leer, la vida (lo que la gente
dice que es la vida) empezó a parecerme una serie
de interrupciones. Me costó mucho aceptarlas, y a
veces pienso que sigo en las mismas. Que en vez de dejar
el vicio, lo llevo a todas partes. Que si, por fin, salí
a la realidad (lo que la gente dice que es la realidad)
fue por que también me puse a leerla.
Componer el mundo: releerlo, reescribirlo, acabar con la
fealdad, la estupidez, la injusticia, que lo vuelven ilegible.
Hacer del ruido música, de la interrupción
diálogo.
Cuando estaba escribiendo la Suma, Santo Tomás la
abandonó por una interrupción en la cual quedó
absorto. Había visto el paraíso. Todo se volvía
legible, sin necesidad de más. Lo comprendí
al enamorarme perdidamente de una interrupción, mareado
por el deseo de leer en ella todos los libros.
Señor, no me castigues por haber leído. Lo
he pagado con interrupciones y trabajos para ganarme el
pan y servir a los demás. Concédeme el paraíso
de leer sin que me interrumpan. La interrupción que
es lectura dichosa. El eterno recreo de leer y ser leído
en los ojos de mi mujer, en las nubes y en los árboles
de un cielo nuevo y una tierra nueva, en la conversación
de todos con todos, resucitados en tu libro.
EPITAFIO
Murió reconciliado con el misterio de haber nacido
Vuelta 115 / Junio 1986